Juana María Gil Ruiz
Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada. Miembro del Observatorio Andaluz de Violencia de Género.
El 17 de diciembre de 1999, a través de la resolución 54/134, la Asamblea General de la ONU declaró el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Se acerca esta fecha y en torno a ella, numerosos debates y conferencias se preparan con la intención de acercarse de algún modo, a esta lacra social que tantas víctimas se cobra año tras año.
Seguramente se intentará explicar qué medidas institucionales se están tomando, en tanto que la Violencia de Género es –ahora- un problema de Estado, y se reflexionará sobre los retos que aún quedan por abordar. Probablemente, a la par, encontraremos algunas voces disonantes centradas en desacreditar los esfuerzos legislativos recientes en la lucha por la erradicación de las distintas formas de la violencia de género; que insistirán en los neomitos de las denuncias falsas; o que se preguntarán, tal vez ingenuamente, qué sucede con la ley que, sencillamente “no funciona”, habida cuenta del aumento de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, en lo que va de año.
Toda esta ebullición de opiniones y debates requiere, en este momento, reparar en cuáles han sido estos esfuerzos legislativos recientes; explicar por qué se ha tenido que intervenir y aclarar cuestiones de principio que, por obvias, a veces escapan a la reflexión ciudadana.
Sin duda, reconocer un problema, diagnosticarlo con precisión, es el primer paso para combatirlo. Ello implica, en lo que a nuestro asunto se refiere, comenzar admitiendo –tal y como reza la Exposición de Motivos de la L.O. 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género- que “La Violencia de Género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”.
Cierto es que la conocida popularmente como Ley Integral centra su objeto de actuación, seguramente por cuestiones de presión social, en “la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”. Pero la Violencia de Género, como bien sabe, es algo más que la mal llamada Violencia doméstica o la Violencia en las relaciones de pareja.
La Ley andaluza 13/2007, de 26 de noviembre, de medidas de prevención y protección integral contra la Violencia de Género sabedora de la asimilación de Violencia de Género como forma de discriminación, abraza en su artículo 1, un concepto de Violencia de Género mucho más acorde y riguroso con el defendido en los distintos Tratados Internacionales y muy especialmente por la Convención de Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 18 de diciembre de 1979 y ratificada por España en 1983; a saber:
“A los efectos de la presente Convención, la expresión “discriminación contra la mujer” denotará toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, de los derechos humanos, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera”.
La Violencia de Género incluye, pues, todas aquellas agresiones sufridas por las mujeres como consecuencia de los condicionamientos socioculturales que actúan sobre los géneros masculino y femenino, y que se manifiestan -y se han manifestado históricamente- en cada uno de los ámbitos de relación de la persona, situándola en una posición de subordinación al hombre; y ello, insistimos, no sólo toca a la esfera privada, o más concretamente a la relación de pareja, sino a la esfera pública, ya fuere en el ámbito político, económico, social, cultural o civil.
Este reconocimiento y asimilación de la violencia de género como forma de discriminación es, pues, algo más que una cuestión circunstancial. Se trata de un primer paso en la lucha por erradicarla y un compromiso por parte de la Administración Central y Autonómica de no quedar al margen de lo que se califica como “uno de los ataques más flagrantes a los derechos fundamentales como la libertad, la igualdad, la vida, la seguridad y la no discriminación proclamados en nuestra Constitución” así como “un obstáculo para el pleno desarrollo de las mujeres y de la sociedad”. Siendo coherente con este compromiso adquirido, y como respuesta global, se aprobaron dos paquetes de medidas legislativas, especialmente importantes –e igualmente (des)conocidas y polémicas- en lo que se refiere a la erradicación de las distintas Violencias de Género y a la apuesta por la igualdad efectiva. Uno de ellos ha sido ya referido, la Ley Integral. El segundo, no menos destacable, es la Ley Orgánica para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres de 2007. Ambas leyes reconocen que los poderes públicos no pueden ser ajenos a esta lacra social e invocan a la Constitución, -al Estatuto Andaluz en Andalucía,- pero también a las demandas del Derecho Internacional y Europeo para justificar la urgencia de “proporcionar una respuesta global a la violencia que se ejerce sobre las mujeres”. Ambas herramientas jurídicas deben ser entendidas y enmarcadas, pues, como un totum; esto es, un solo cuerpo que nos permitiría prevenir, detectar, eliminar y erradicar las distintas Violencias de Género que se perpetran sobre las mujeres, situándolas en una posición de subordinación con respecto a los varones, y que se manifiestan –siguiendo la definición jurídica de discriminación- tanto en la esfera privada como pública. La reacción legislativa sólo puede ir en la línea, pues, de una acción positiva capaz de volatilizar la subordinación estructural y conseguir la eliminación de la discriminación en sentido amplio.
Pero esta correcta definición y conceptualización de discriminación abrazada en nuestra Ley, visibiliza, además, que es ésta la que genera vulnerabilidad en los seres humanos y no que las mujeres ostenten el título de seres vulnerables. La Ley Integral es consciente de ello, e insiste en diferenciar la violencia doméstica de la violencia de género. Si en la primera se protege la situación objetiva de vulnerabilidad del sujeto pasivo (víctima), proveniente de una particular naturaleza de la relación familiar, en la segunda se protege a las mujeres de la situación de discriminación y desigualdad social real existente contra ellas (ciudadanas), por el mero hecho de haber nacido mujeres. No podemos, pues, dejar de valorar estos esfuerzos legislativos, constatando la complejidad que encierra introducir en el ordenamiento jurídico español este nuevo contenido del principio de igualdad, más allá del tradicional y aristotélico contenido formal del mismo, y que tantas antipatías ha levantado y seguirá levantando. Las más de doscientas cuestiones de inconstitucionalidad que la Ley Integral suscitó, -aun cuando sólo 127 fueron aceptadas por el Tribunal Constitucional-, son un buen ejemplo de ello.
Por lo tanto, el paso de la “simple protección jurídica de las víctimas de la violencia doméstica” a la necesidad de combatir y erradicar la violencia de género, no es casual ni azarosa, sino que implica romper con la idea de seres vulnerables, débiles, necesitados de protección, con el consiguiente tratamiento paternalista de amparo y reemplazarla por el reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres, visibilizando –en caso de desprotección- la incapacidad del Estado de garantizar a éstas el pleno ejercicio de los derechos fundamentales a la vida, integridad, igualdad, libertad y seguridad.
Aclarado el concepto de violencia de género, y asimilado a una forma de discriminación, sería conveniente plantearse de manera crítica y reflexiva, enfocando a las mujeres, si se ejerce violencia de género en nuestros días o si por el contrario, desde lo público se establecen las condiciones necesarias para que la autonomía individual, “en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera”, pueda ser ejercida por todas las personas y no sólo por unas pocas. Si detectamos y aceptamos que hay violencia y, en consecuencia, desprotección de los derechos de más de la mitad de la ciudadanía –las mujeres- tendremos que retrotraernos a nuestro pasado ilustrado, recordar la máxima recogida en el artículo 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 y admitir que: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes establecida, no tiene Constitución”. (Claro que esta referencia histórica nos llevaría a desvelar uno de los secretos mejor guardados –aún hoy- en las escuelas y libros de texto: que la Declaración de 1789 era (francesa) del hombre y del ciudadano; a saber: varón, blanco, adulto y propietario, y que no pensaba ni en las mujeres ni en otros excluidos. Urgiría romper el viejo Contrato Social, y firmar uno nuevo, ahora sí inclusivo de todos los seres humanos).
Apostar en serio por erradicar la Violencia de Género, vincula, releyendo el artículo 2 de la CEDAW, a los Estados partes, sin olvidar, que en caso de no hacerlo o hacer dejación de ello, la Resolución 45/1994 de la Comisión de los Derechos Humanos asigna –por primera vez- a los Estados, responsabilidades –ya fuere por acción u omisión- por actos de violencia contra las mujeres.
Dicho lo cual, y retomando los todavía recientes esfuerzos legislativos en pro de la igualdad efectiva de mujeres y hombres y de erradicación de la violencia de género, permítaseme reparar en tres cuestiones que, por obvias, no deben ser olvidadas.
La primera de ellas repara en que no existen leyes perfectas. El Derecho debe estar en contacto permanente con una ciudadanía en continua ebullición, y ello implica bañarse en su diversidad y en los diferentes modos de percibir y diagnosticar una realidad. Indiscutiblemente estos esfuerzos legislativos no escapan de esta “imperfección” –de hecho, son perfectibles- pero es importante reseñar que antes de la aprobación unánime de estas dos Leyes Orgánicas, no disponíamos de un arsenal jurídico que nos permitiera detectar, combatir y erradicar las distintas Violencias de Género de manera eficaz y contundente, aunque sea –insisto- mejorable y perfectible.
La segunda de nuestras verdades obvias descansa en la frase “El Derecho no hace milagros”, y más aún cuando la intervención estatal al respecto es una apuesta más que reciente. Pese a tratarse de un fenómeno antiquísimo, su calificación como delito –que no problema privado- y como violencia contra las mujeres, no goza de solera. Algunos datos cronológicos corroboran dicha información: se destipifican los delitos de adulterio y amancebamiento a finales de mayo 1978; no será hasta 1984 que se hagan públicas por primera vez las cifras de denuncias por malos tratos en las comisarías de Policía; en 1989, se tipifica por primera vez el delito de malos tratos habituales en nuestro Código Penal (art. 425). En paralelo, la jurisprudencia del TS consideraba –y lo hizo durante mucho tiempo- el tema de las injurias y las amenazas en el ámbito familiar o conyugal como una simple cuestión interna ajena, -en base al principio de intervención mínima-, al Derecho Penal, que debían ser estudiadas en el ámbito de la exaltación o frialdad en que el que las profiere se encuentra, y aun cuando se enarbole un arma, “cuando ésta no es más que exhibida por el amenazador sin intención alguna de hacer uso de ella y sin persistir en su exhibición”. Son muchos los ejemplos de este desinterés normativo y de la normalización “jurídica” de un plus de violencia dentro de la convivencia familiar, siempre de parte del varón, pater familias, hacia la mujer y su prole, para llevar a buen término su propio proyecto orgánico del orden familiar.
Por lo tanto, no puede pretenderse una catarsis socio-cultural de la ciudadanía a golpe de Decretazo, cuando el Derecho y la Ciencia jurídica, hasta ayer, coadyuvaban –por acción u omisión- al uso de la violencia de género intrafamiliar, legitimando la auctoritas del pater familias. Pretender que los resultados tangibles en la erradicación de las Violencias de Género, tras aprobarse la Ley Integral y la Ley de Igualdad, sean inmediatos, es de una tremenda sinrazón. Demandar una bajada importante de los asesinatos, en apenas seis años de aprobación de la Ley Integral, y de tres de la Ley de Igualdad, cuando durante siglos de historia jurídica, la Violencia de Género se ha alimentado y retroalimentado institucionalmente, aprendiéndola y aprehendiéndola, es de una hipocresía social intolerable. Tachar de fracaso los exiguos esfuerzos recientes en pro de la igualdad de los seres humanos, sencillamente porque no han conseguido cambios estructurales radicales abonados durante siglos de desigualdad, es de una enorme desfachatez patriarcal. Se requieren, indiscutiblemente, enormes y eficientes esfuerzos legislativos, pero también una lucha sin cuartel en el cambio de sociedad patriarcal que sigue recolocando a los seres humanos en ciudadanos de primer nivel y súbditas, dependientes y siervas de los primeros. Y esto es así, porque la sociedad está basada en una estructura de género que mantiene a las mujeres de cualquier sector o clase, subordinadas a los hombres/varones de su mismo sector o clase y relativamente, con menos poder que todos los hombres/varones. En este sentido, bastaría con echar un vistazo a la invisibilidad de las mujeres, como ciudadanas, en la cultura, en la historia, en el deporte, en la experticia, en la sociedad de la información, en la ordenación del territorio, en la economía, o incluso en la política, ya sea a nivel nacional, autonómico, europeo e incluso mundial.
Esta última reflexión apunta la tercera obviedad: estos esfuerzos legislativos van dirigidos a la ciudadanía, y no a un colectivo. Ser mujer es ser ciudadana, y todo esfuerzo legislativo debe ir dirigido, con la Constitución en la mano, a que las mujeres, puedan participar en la vida social, económica, cultural y política de los pueblos, siendo parte constitutiva del mismo y no un mero anexo minoritario. Es ser conscientes, releyendo a Alda Facio, que las mujeres tienen necesidades e intereses que pueden o no coincidir con las de los varones, pero que en cualquier caso, son necesidades e intereses tan específicos a su sexo y humanidad, como los intereses y necesidades del sexo masculino son específicos a su sexo y humanidad.
Para terminar, un último apunte; o mejor dicho, otra verdad obvia, un talón de Aquiles en la aplicación de las Leyes: la formación en género no se intuye. De nada me sirve un esfuerzo legislativo al respecto –mejorable, pero válido-, si los operadores últimos, las personas que han de actuar, carecen del conocimiento y del compromiso que implica el nuevo Derecho antidiscriminatorio. Tampoco la perspectiva de género, una perspectiva metodológica compleja que incorpora categorías técnicas que han de estudiarse, va vinculada a la mera sensibilidad; ni es tan sencillo como agregar o sumar la palabra “mujeres” a los discursos o a los análisis de la realidad, supuestamente “con perfil de género”. Ésta hay que aprenderla y aprehenderla, con una enorme H intercalada; y no se adquiere, tan solo, con la realización de un curso, de un máster o un experto en Igualdad de Oportunidades y Género. No es una cuestión de cantidad –que también-, sino de calidad. Incorporar esta categoría técnica reivindicativa obliga a tener que cortar las entrañas “machistas”, y en algunos casos, sexistas, generadas por nuestra socialización diferencial patriarcal y ponerse las gafas de género para analizar la realidad, diagnosticarla y buscar alternativas inclusivas de todos los seres humanos.
Sin duda, el principal desafío de la Ley, hoy, es su aplicabilidad por parte de las personas intervinientes en el proceso de erradicación de la violencia y de cómo éstas la hagan propia.
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